Caminar por Quito cuando ya está oscuro, con la mochila
cargada, y parar, siempre, en el supermercado a comprar unas vainillas o
galletas de arroz.
Las de arroz las recuerdo de los últimos momentos, cuando
las comía sin parar mientras todo se desvanecía.
Del comienzo recuerdo el entusiasmo. Ya eramos tres y ese
era un buen número.
El señor no llamó nunca y fuimos dejando de creer en él.
Ellos primero. Yo lo retuve hasta lo último. A ese señor que pedía que ya lo
olvidáramos, y que creo que para eso estábamos ahí.
Un día apareció un perro. Cuando llegé ya estaba merodeando
la zona.
Creo que vino a llevarse lo que quedaba. Creo que vino a
comerse al señor.
Solo así llegamos a convertirnos en las otras, las que no
esperan, las que bailan, las que están ahí desarmándose, buscando lo imposible,
lo que pide a gritos transformar y transformarse. Y cambiar.